Mi Primera Experiencia como Mexico-Americano en el Sistema Educativo Americano

Antes de los 11 años de edad, yo jamás había visto la nieve. Hasta ese entonces había vivido en 2 pueblos del sur de Texas, y la primera vez que vi la nieve en carne propia sobrevolaba las Rocallosas en un Boeing 777.  En el descenso hacia la Ciudad de Salt Lake City, apareció frente a mí un valle cubierto de nieve, totalmente blanco, y en medio de ese valle una ciudad llena de luces. Hacia el norte se divisaba un gran Lago, tan grande que parecía un mar. Todo aquello visto desde las alturas, a esa edad, me hizo pensar que arribaba yo a un lugar que solo existía en cuentos.

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El primer día fue sencillo. Conocimos la nueva casa, el nuevo supermercado, la nueva comida. Todo se veía bonito. Era como un lugar donde la Navidad era eterna. Pero mi padre, quien siempre ha seguido al pie de la letra el refrán de “No dejes para mañana lo que puedes hacer hoy”, me levanto temprano la mañana siguiente y me dijo que me vistiera para ir a la escuela.

“¿Escuela? ¡Pero si apenas llegamos ayer! ¡Y aquí ni escuela tengo!” Respondí medio dormido, y, esperanzado de que aquello fuera solo una mala broma, volví a cerrar los ojos y me enredé en las cobijas. 

“¡Por eso! Levántate y vístete, te vamos a llevar a tu nueva escuela para inscribirte.”

 “¡Pero si ni uniforme tengo!” Proteste una vez más.

“Aquí no usan uniformes. Ponte tu ropa normal. Y apúrate para que desayunes, tu mamá está haciendo huevitos y hot cakes.”

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Después del desayuno mi mamá me llevo a la escuela que quedaba a unas cuadras de nuestra casa. El edificio era bonito. Su arquitectura e interiores tenían una influencia escandinava. Todo estaba muy limpio y tenía un olor académico. Ese fue quizás el primer contraste que encontré con las rusticas y a veces sucias aulas de mis escuelas en México. Pero el cambio más obvio fue el idioma. Aunque nací y siempre había vivido del lado americano, mi educación hasta  el quinto año fue del lado mexicano y el único idioma que hablaba era el español.  En 1986 la población latina de Salt Lake City era casi inexistente. Por lo que la conversación con el personal de la escuela podría ser complicada. Pero mi mamá hablaba inglés, por lo tanto ella se encargó de las gestiones. Después de un breve rato en la oficina, con una amable atención, la Directora de la institución salió a conocernos y ayudó a expeditar los tramites de mi inscripción. Luego fui acompañado a mi nuevo salón, donde Mrs. Nielsen, mi nueva maestra de 5to año, me presento con mis nuevos compañeros. Admito que no puedo dar una relación exacta de todos los hechos de ese día, ya que el único inglés que había escuchado hasta entonces era el de las caricaturas de los Sábados por la mañana. Ese día solo me senté en mi nuevo pupitre como un observador. Al día siguiente, el distrito escolar me asigno una tutora de inglés. Todas las mañanas la señorita Carvalho iba por mí al salón y me llevaba a la biblioteca, donde me impartía sus clases.

Photo by Samuel Zeller on Unsplash

El dicho de que los niños son como esponjas debe ser cierto, ya que una mañana, después de solo cuatro semanas, la señorita Carvalho fue por mí como de costumbre, solo que esta vez no me llevo a la biblioteca, sino a la oficina de la Directora.

“I have nothing further to teach him.” Le dijo  la señorita Carvalho a la Directora con un leve acento portugués. “The kid speaks better English than I do now! And he doesn’t even have an accent!”

Mrs. Nielsen se reunió con mis padres esa misma tarde. Les comunico que me incorporaría a sus clases y que había determinado que me mandaría al salón de 6º año para la clase de matemáticas. Aparentemente el nivel de aritmética impartido en México era más avanzado que el de ahí. Escuchar tal noticia nos llenó a mis papás y a mí de orgullo.

“I have to be honest with you.” Les dijó Mrs. Nielsen a mis padres con mucha emoción, “When I first met your kid, I felt sorry for him. I thought, what a terrible situation for a young boy, not knowing the language, not being able to communicate and join in school activities and make friends. But gosh darn it if not just one month later I was saying to myself: ‘Well son of a gun! He’s the smartest kid in class!’”  Los comentarios de Mrs. Nielsen  produjeron en mis padres una gran sonrisa, y en mi un ego un poco más agrandado.

Lo importante de esta historia, sin embargo, fue esa primera impresión. Hoy en día vivimos en otros tiempos y es más difícil escuchar historias así. Estoy seguro que en la actualidad sería más difícil tener una transición así de fácil del sistema educativo mexicano hacia el americano. He viajado por todo Estados Unidos, y definitivamente hay lugares donde el racismo se siente más fuerte que en otros. Antes, en lugares  donde la población inmigrante era baja, como en Salt Lake City, el racismo era casi imperceptible. Pero con el aumento de la inmigración latina al territorio americano, definitivamente se ha sentido un cambio. Aun así, eso no debe desalentar a nadie. En términos generales, en todos lados existirá gente xenofóbica y gente buena, inclusive en México o en el resto del mundo. El tema también tiene que ver con cómo se comporta uno ante el racismo.

Recientemente en una fiesta en Estados Unidos donde yo era el único latino, conversaba con un grupo de amigos. En eso note que un Joven, caucásico, de veintitantos, se me quedaba viendo desde el otro lado de la fiesta. Después de unos minutos, el joven se tomo otro sorbo de su cerveza y se acercó a nuestro grupo.

“Hey man, like, what race are you, bro?” Me preguntó el joven abruptamente, causando un breve silencio incomodo entre los de mi grupo.

“I am of the human race, brother.” Le respondí sonriente, y eso ayudo un poco a romper el hielo.

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